Centro de Actualización e Innovación Educativa (CAIE)
I.E.S. Nº 2 "Mariano Acosta" Ciudad Autónoma de Buenos Aires
Argentina

El alienado

El Alienado
por Angel Sergio Pinedo

Yo lo observaba, acongojado y reflexivo. Yo lo observaba, impotente, de tan cerca que parecía lejos.

Él estaba concentrado como siempre, en su mundo, sin despegar la vista de esa hoja que lo apartaba del resto. Porque, en definitiva, yo creo que lo único que le gustaba era realizar esos extraños dibujos, mientras los demás hacían la tarea.

Ahí estaba su cuerpo: pequeño, frágil, inmóvil, carente de todo. Ya ni siquiera su pecho lucía desesperado, puesto que había culminado con los últimos y profundos intentos de respirar un algo, de respirar esa porción de realidad ideal que siempre le fue negada. Ya ni siquiera quedaba el humilde hilito de luz que siempre pendía de sus ojos, a pesar de llevar a cuestas la pesada carga de los pocos años y de los rústicos días. Ya ni siquiera gozaba de la gracia o el don de la despedida. Pues tan sólo se hacía presente en la trágica geografía del lugar el rostro de un niño muerto, la incomprensión fatal de aquel automovilista y el llanto sin remedio de ese inimputable compañero que se arrodillaba ante la sombra imperante de un destino ya marcado.
¡Y pensar que todo lo habían planeado de antemano! ¡Y pensar que ya lo habían hecho otras veces, y nunca había pasado nada! No más que unas horas en cana, unos cuantos gorras diciendo: “Vos vas a terminar mal, pendejo”, hasta que, finalmente, después de comerse aquel garrón, los largaban a la calle, como si nada... Pero hoy... Hoy fue distinto, trágicamente distinto…
Se habían encontrado temprano, a la misma hora de siempre, sólo que esta vez no iban a entrar a la escuela: había “otras cosas” que hacer, cosas más importantes que escuchar a la vieja de Literatura o al inabordable de Historia. Pero eso sí, por más que no entraran, nadie se tenía que enterar, ni siquiera los compañeros porque, a decir verdad, eran bastante buchones. Ellos no podían correr ese riesgo, ya estaban “junados”, y en cualquier momento los iban a expulsar definitivamente. Por eso, el punto de encuentro lo fijaron a unas veinte cuadras de distancia, en la esquina de la canchita, en ese lugar que ambos conocían.
Los dos fueron puntuales. De modo que tuvieron tiempo de sobra para cumplir con el reconocido ritual: guardar los delantales en sus mochilas pintarrajeadas, tomar unos vinos baratos en una inhóspita placita y fumar unos cuantos cigarritos nacionales expulsando casi simultáneamente el humo... Después, emprendieron viaje.
Al cabo de una hora, aproximadamente, llegaron a destino: San Justo. Los dos sabían que era conveniente, para ese tipo de asuntos, buscar un lugar lo bastante lejos, donde nadie los conociera, para no ser identificados. Y algunos compañeros de oficio les habían acercado “la data” de un supermercadito, que era objetivo fácil.
Luego de circular por los alrededores, desorientados, por más de media hora, finalmente encontraron ese local tan buscado que, a decir verdad, tenía la misma fachada que habían descrito aquellos vagos amigos.
Las labores de cada uno habían sido dispuestas de antemano: José, el más corpulento y menos ágil, se quedaría haciendo de campana en la puerta; en cambio Tito, de contextura frágil pero hábil corredor, sería el encargado de entrar y hacer el trabajo más sucio.
Al poco tiempo, Robertito, que había entrado lleno de coraje y de viveza callejera, salió del mercado transformado en una flecha, vistiendo un rostro notablemente pálido. Nada había resultado según lo planeado, y no pudo evitar que se le cayera ese objeto que ocultaba en la holgada camisa, justo cuando estaba por salir. Por eso, las únicas, nerviosas y desesperadas palabras que se escucharon en aquel tenso momento fueron: “¡Rajá José, rajá que nos calaron!”. Y después llegó la desesperada corrida.
Las piernas temblorosas de ambos se movían a una velocidad casi infinita, sus rostros lucían contraídos, sus ojos se veían exaltados y sus cuellos, rígidos, mostraban las venas infladas, a punto de estallar.
Pero esa carrera que parecía interminable, que aparentaba estar custodiada por la solidaridad de los dioses, concluyó, siniestra, en el abismo de aquella avenida, donde el cuerpo de Tito fue interceptado por aquel desprevenido demonio dotado de ruedas. El trágico desenlace de la historia no hacía más que confirmar que sólo hay un lugar para los denominados “alienados”, un lugar abordado por un único destino, trágico e irreversible, un destino que, por ahora, sólo está delimitado por los estigmas que los mismos cargan y que son, el desamparo, la marginación y el imperante olvido.

Él ignoraba la profundidad de aquel sueño que yo había tenido. Lo supe porque ni siquiera se dio cuenta que había abandonado mi escritorio visiblemente excitado. Todavía exaltado por aquellas trágicas imágenes, busqué estabilizarme, normalizar la respiración, recuperar el aliento.
Poco después, me dirigí hacia su banco e interrumpí la continuidad de su dibujo, sorpresivamente. Lo abracé fuerte, muy fuerte, permitiendo que un conjunto de lágrimas me invadiese el rostro. En aquel momento, mi satisfacción más profunda estaba centrada en el hecho de encontrarlo, allí, con sus extraños dibujos, pero en clase.



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